A mediados de los noventa se dio la primera explosión de la gastronomía japonesa en nuestro país. El famoso “sushi con champagne”, tan típico de los yuppies (young urban professionals/ jóvenes profesionales urbanos) que pululaban ostentando el alcance de sus pesos que valían lo mismo que los dólares, dejó una huella culinaria que de alguna manera asocia en cierto inconsciente colectivo a la comida japonesa con la idea del lujo.
Así, es bastante común que determinados restaurantes porteños de estilo nipón, con cartas caras y salones faustosos con aires sofisticados, acompañen su nombre de fantasía con la palabra “izakaya” como si fuera un sinónimo de “local de sushi”.
En términos etimológicos, izakaya se compone de “kanji” (漢字 かんじ) i (居 い) o «tienda» y “sakaya” (酒屋 さかや) «tienda de sake» (licor de arroz típico de Japón). Efectivamente se trata de lo que en occidente conocemos como una cantina. De hecho, a población de los izakayas está muy lejos de estar compuesta por yuppies (jóvenes de traje y actitud económica emprendedora). La idea en estos pequeños salones es degustar, entre iconografía nacional y cultural típica, una serie de platos típicos con alguna bebida alcohólica (usualmente una cervecita) por un precio módico. Por eso, el target de estas cantinas son los “salaryman”, como se conoce a los laburantes, traducido al argentino, de la isla asiática.
Probablemente uno de los pocos verdaderos izakayas que existen en nuestro país, se encuentra en Avenida Crámer 3322 y se llama “Social Sushi”. Esta pequeña y original taberna está conducida por Sergio Asato, más conocido como Asato San, un cocinero argentino de ascendencia japonesa nacido hace 50 años en la localidad de Wilde.
“Mi vieja, Sachiko Higa, la mayor de 7 hermanos, vino como inmigrante en 1968 y en principio llegó a Bolivia. Pero de ahí se vino sola a Buenos Aires a trabajar en una tintorería”, explica el cocinero de origen nipón. “En cambio Yoshihiro Asato, mi papá, vino de paseo a la casa de su hermana y de suerte conoció a mi mamá y se quedó en argentina. Se casaron y se pusieron una tintorería propia”, relata.
La primera experiencia de la familia en el terreno gastronómico de la familia del chef llegaría en un mal momento económico de la Argentina. Hacia finales del mandato de Ricardo Alfonsín, los Asato se pusieron una casa de comestibles japoneses, pero la hiperinflación y el desabastecimiento terminaron velozmente con las intenciones de lograr salir del rubro tintorero. El estrepitoso debut tendría como consecuencia una vuelta familiar a su tierra originaria.
Allí, Asato san, dedicado a ser obrero electricista en la ciudad de Tokio, descubrió la octava maravilla al terminar las duras jornadas de trabajo: gyozas con cerveza. Esa fascinación no se extinguiría hasta su vuelta a la Argentina varios años después.
Si bien Sergio retorna a la Argentina poco después de la crisis del 2001, no es hasta el 2013 que se pone su primer restaurante en Palermo Soho. 80 cubiertos en Gurruchaga y Costa Rica. “Resultó un fracaso total, a penas superamos el año y cerramos”, recuerda entre risas y una cerveza mientras relata su trayectoria. “Después nos mudamos y arranqué sólo con delivery, pero de a poco empecé a poner unas mesas y jugaba al Izakaya japonés con ellos. Nos animamos y ordenamos un salón 4x4 y sumamos 4 mesas. Y así se fue armando”, recuenta sobre los orígenes de lo que hoy es probablemente la cantina japonesa mejor valorada de la ciudad.
Desde hace unos años Sergio además preside el Club Gastrojapo, una agrupación que reúne y promueve la camaradería entre más de un centenar de gastronómicos de origen japonés distribuidos a lo largo y a lo ancho de la República Argentina, con el apoyo de la Embajada de su país.
Justamente en la capacidad de haber aprendido de esas dos quiebras previas y en la apertura a organizarse y apoyarse en colegas, reside el secreto de Asato y su familia para sobrellevar tiempos pandémicos. Además, claro está, de la creatividad que se puede ver en la excelencia en su comida.
Los Asato no tuvieron problema en cerrar algo con lo que mucho habían soñado, para volver a hacer algo que ya los había sacado de los malos momentos: el delivery, pero con su fuerte y clara impronta personal.
Por eso, para quienes puedan, el tiempo de encierro representa una gran oportunidad para llevarse la taberna de Sergio a la mesa del living y disfrutar de un par de pasos de comida de altísima rotisería japonesa (para quienes le escapan a la crudeza del sushi). Al menos, hasta que puedan sentarse a conversar con él en su clásica barra, como hizo Eddie en éste capítulo de De Barrio.