Comer no es sólo alimentarse. Muchas veces el plato, sus sabores y olores, y hasta el mismísimo ritual para consumirlos, redundan en una teletransportación automática hacia otros momentos y lugares de nuestra vida. Un paseo por la memoria mientras se mastica. La idea de "comfort food" (comida confortable) se trata justamente de eso: de usar la comida como una máquina del tiempo y el espacio. Sin lugar a dudas, una de las especialistas indiscutidas en ésta disciplina culinaria que se puede encontrar en la Ciudad de Buenos Aires es Christina Sunae, una de las socias fundadoras de Apu Nena.
Las reminiscencias de Christina a la hora de cocinar pueden venir de varios lugares. Si bien es estadounidense (de adulta vivió en varios de sus estados), pasó su primera infancia en Japón. Pero también su madre es coreana, y por su padre tiene ascendencia filipina. Para rematar el trotamundismo, ahora tiene un local, junto a la nutricionista Florencia Ravioli, en el barrio de Chacarita. Allí, obviamente, las influencias que se pueden ver en el diseño de la carta son muy diversas. Pero, según sus fundadoras, las bases giran alrededor de las recetas filipinas de la abuela de Sunae, a quien se homenajea en cada plato ofrecido.
A la abuela (que en dialecto Kapampángan, en Filipinas, se dice "Apu") de Christina la conocían cariñosamente como "Nena". Así nace el nombre de este espacio, ubicado en la Avenida Dorrego 1301, que va mucho más allá todavía de las recetas familiares. Flor y Chris están acompañadas por un equipo de cocineros también de variadas nacionalidades, que además suman sus toques a las tradicionales fórmulas recetas de la abuela Nena.
Ese twist contemporáneo de sus tapas asiáticas se apoderó del run-run de los sibaritas, que -tras su apertura en diciembre pasado- se habían abarrotado en esa esquina a la búsqueda de sabores explosivos.
Por eso, la pandemia fue particularmente destructiva con un modelo de restaurante que apuntaba a la comida confortable y de pie, para acompañar el aperitivo del fin de día laboral. Pero fue su misma esencia, con algunas vitales transformaciones, lo que propulsó el éxito que llegó de la mano de las sucesivas flexibilizaciones.
Su comida (agria y ácida, salada pero dulzona, picante y adormeciente, todo huracanado en cada mordisco) resultó además de confortable, cómoda. Los platos empezaron a prepararse de formas más sencillas para el cliente, listos para consumir en el auto sin cubiertos o de parado en la plaza sin servilleta.
De repente, los bola bolas (pan al vapor relleno de cerdo, langostinos y shitake con salsa de pimienta szechuan, que te anestesia la boca) o sus dumplings (de cerdo o veganos) parecían ideales para el contexto de tener que comer prácticamente en tránsito. El concepto se profundizó, y las kaliskis (empanadas filipina de masa de hojaldre rellena con curry de garbanzos) o las brochettes de cerdo y lemongrass a la parri aplicaron de igual manera.
Así, después de una larga e intensa remada pandémica, la vida de ese rincón porteño que colecciona trips psicogastronómicos para el comensal, se propulsó de una manera que nadie hubiera imaginado. Y eso, que si hay algo que sobra en la parrilla que funciona como un corazón de Apu Nena, es la imaginación y creatividad.