Entre empedrados y murales con pintadas del Club Atlanta, si uno va por ahí disfrutando del barrio de Villa Crespo, podría terminar chocando contra un pequeño pedazo de Hawaii. Ese trozo importado de isla ficticia se encuentra donde se cruzan Aráoz y Lerma, y se llama “Oh, no! Lulu” en una obvia alusión al nombre de la capital del estado isleño.
En los años ‘30, pero más aún luego de que finalizara la Segunda Guerra mundial, en Estados Unidos empezó proliferar la cultura tiki, un movimiento mayoritariamente inspirado en ambientaciones y sabores asociados a la Polinesia. Colgantes de origen maorí, figuras monolíticas de las Islas de Pascua, tallados en madera hawaianos, y otras referencias visuales de esa índole solían plagar nuevos bares que ofrecían ya no sólo cocteles, si no que servían además “la experiencia”: densos jardines verticales internos, fuentes de agua, grandes fogatas o incluso la presencia efectiva de animales salvajes –especialmente aves- asociados a la vida selvática de esas periferias.
Casi un siglo después de ese furor por aquellos espacios de coctelería sofisticada y camisas floreadas, llegó -a metros de la Avenida Córdoba- un espacio de éste estilo. Fue hace un año, cuando Ludovico De Biaggi decidió empezar a ver cómo funcionaba algo así en la Ciudad de Buenos Aires. Su apuesta, además de apuntar a un concepto que sumara entretenimiento desde la experiencia a la gastronomía, era desarrollar al máximo aquello que acompañara cada trago. Así, con la intención de ir cautivando lentamente los estómagos de su clientela, fue perfeccionando una carta repleta de referencias cinematográficas o ya bien propias de la cultura pop más integral. De esa manera, con la cocina a cargo de Marco Suarez, a lo largo del 2019 empezó juntarse cada vez más gente en ese pequeño salón de tele transportación hawaiana, mientras el boca en boca hacía lo suyo.
Pero el salpicón intercontinental de COVID los obligó a cerrar, a ellos también, sus fronteras. De ésta manera, una de las grandes patas de este “entretenimiento” quedaba recortada de cuajo. La experiencia, ese viaje fugaz que habían diseñado para el comensal, se extinguió de forma exprés.
Fue así que junto a otras tres cocinas (BASA, Gran Bar Danzón y Grand Café) juntaron cocinas y establecieron una sola base de operaciones, que respetaba –a menú recortado- las esencias de cada parte para quien quería ordenarla desde su casa.
La “Tiki box” apareció entonces como la gran oferta de Oh no!, Lulu para sostener ya no sólo el negocio sino el espíritu que los había reunido desde un comienzo. Así, con una caja que brindaba un panorama general de la comida polinesia pero en el living personal de cada consumidor, empezaron ver que podía existir una sobrevida.
Por un lado, perdieron la oportunidad de hacerte en sentir en una isla del pacífico en su salón, pero le dieron al público las alitas de pollo más ideales para poder volar desde casa. Y cuando se escribe volar, en esa oración pasada, no es en forma de metáfora. Esas alitas, en esa caja hawaiana, te pueden llevar muy lejos, y, honestamente, son cosa seria. Para ver parte de ese vuelo, podes ver el capítulo de De Barrio acá.