Primera anotación: Lo sabe, no lo sabe (lunes a viernes, 20.30 por América) permítase el neologismo, “garpa”. Entretiene. Está bien condimentado y producido. Punto.
Segunda: uno, expectante de esa trivia callejera, se llena de piadoso regocijo cuando vemos que el fajo de 1000 pesos –en adelante…- cae en manos de la gente “del pueblo”, de los que habitualmente esquiva la cámara. Esa cuestión de espejo, de justicia robinhoodiana suma.
El concursante o el espectador pone en juego la mirada más prejuiciosa sobre el otro. O lo que se cree que debe “saber” el otro. O no saber. Ese es el meollo del juego. El chiste. Y la trampa.
Ahora bien, hay otro tema que solapa el ciclo de América y que merece, al menos, cierta atención. Y es cómo, al ritmo de los chistes y la caminata espontánea, el concursante o, incluso, el espectador en el living de una casa, pone en juego la mirada más prejuiciosa sobre el otro.
O lo que se cree que debe “saber” el otro. O no saber. Ese es el meollo del juego. El chiste. Y la trampa.
Una estructura de prejuicios que se devela y reproduce cuando el participante tiene que elegir quién sabe y quién no sabe. Esa jerarquía invisible que se delata en la calle. Al pibe, por caso, se le pregunta sobre cultura romana, y en la antesala de su respuesta tira dos veces el término “chabón” a cámara. La deducción parece ¿lógica? El flaco no debe tener pálida idea. No lo sabe.
¿Las capitales más remotas del mundo no tienen espacio en la pila de conocimientos de un empleado de limpieza en Puerto Madero? Al menos, así se vislumbra al ver cómo agita enérgicamente sus manos una joven estudiante de la UCA en búsqueda de su muchacho, uniformado a tono de su labor, cuando la consigna es encontrar a alguien que no sepa. La intuición -¿preconcepto?- le da resultado. Luego, ante el gesto alicaído del colaborador de turno por no saber la respuesta, el Pelado improvisa un festejo a la ignorancia. “No lo sabés, ¡y así la ayudaste! Ella dijo que no lo sabías”, declama con sonrisa de par en par, aplaudiendo la inesperada ¿hazaña? Saltito de contenida euforia mediante, los extraños se abrazan, compartiendo la unísona gratitud de haberle ganado al sistema televisivo. O algo así. “¿Le puedo dar cien pesos?”, repregunta nuestra ganadora, que atesoró unos mil. Todos felices.
También sucede el caso inverso. El señor maduro de traje y maletín, que saluda al conductor en un tono “culto”, dicho culto entre comillas, entiéndase, y que efectivamente debería saber… Porque así se lo ve socialmente. Además, el caballero habla una voz engolada que denota sabiduría, ¿vio?
Al pibe, por caso, se le pregunta sobre cultura romana, y en la antesala de su respuesta tira dos veces el término “chabón” a cámara. La deducción parece lógica: el flaco no debe tener pálida idea. No lo sabe.
Luego, se abren los casos más banales. ¿La pregunta es de fútbol y hay que ignorar que a los hinchas de Rosario Central se les dice “canallas”? ¡Busquemos una señora! Hablamos de historia argentina o cine nacional, y la respuesta que reclaman es incorrecta: ¡jóvenes, a ellos! Y así sucesivamente. Seguimos poniendo en marcha discursos y preconceptos que nos marcan enunciadores externos. En un trabajo fino, desde los medios o el universo primero de la escuela o el barrio o la casa, y que se han apoderado de nosotros, de la mirada sobre el otro, silenciosos y cautivos. Poco podemos hacer con ese relato que nos copta subrepticiamente.
El tema del programa ya es intrascendente. Lo sabe, no lo sabe cumple su cometido: divierte. Quizá la pregunta pasa por otro lado, por un debate interno que podemos hacernos como sociedad. Como voyeur de nuestro alrededor y cómo nos paramos –tan altaneros a veces- frente a ello.
Un buen comienzo es, frente a la pasividad con la que se filtran estas apreciaciones, empezar a ser conscientes de ello. Desnudar a los verdaderos autores de estos relatos que nos anteceden y predeterminan. En ningún caso está dicha la última palabra. Y en contramarcha de la dinámica del programa señalado, acá todos ganamos si lo sabemos.